Le había prometido que iría por ella. Cada tanto, le comentaba sobre su deseo de conocer a sus padres, que de seguro sería buenos suegros – le decía-. Soñaba con noches de pasión que se hacían más ardorosas porque jamás la había tocado y hasta tenía una lista de los lugares a los que la llevaría cuando volviera al país. En cada mensaje de texto le prometía amor eterno y ella, simulaba creerle. Estaba, así, tan absorto en sus pensamientos, que no escuchó cuando Cristina y las niñas llegaron a casa, entonces, soltó el móvil.
Era hora de cenar.
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