Nació un viernes y la habían engendrado en medio de un amor vehemente, en la trastienda del bar de su padre, un hombre andariego y rebelde que decidió sentar cabeza cuando la vio envuelta en el trajecito azul que le había comprado, seguro de que sería un niño.
Atender un bar no era lo suyo, sus sueños de grandeza
lo mantenían en las nubes, entre los libros y la borrachera, por lo que la facha
y el poco futuro que le veía su suegro, lo hacían persona poco grata en casa de
la familia de Mary, un hogar abigarrado y bullicioso en el que se hacía lo que
aquel hombre dijera.
Terco y algo ofendido, Absalón se empeñó en seguir con Mary,
a pesar de que les habían prohibido estar juntos; eso les exacerbó el amor y
las ganas y con ese ímpetu genuino y nuevo, le propuso a Mary que se fueran a
vivir juntos. Montaron su ropa, una cama que les regalaron y un moisés de segunda en una carreta y se escaparon a su suerte.
Se acomodaron como pudieron en una pequeña habitación
del barrio Luna Park, en Bogotá, una zona humilde llena de grandes casas convertidas
en inquilinatos que le daban espacio a parias, viejos y exconvictos. En medio
de la pequeña habitación estaba la cuna de mimbre, a un lado, la cama
matrimonial y una pequeña estufa de gasolina de un puesto, que emitía un espeso
humo azul que viajaba a través de los resquicios de la puerta hacia el patio
de ropas.
Allí pasaban las noches, fantaseando con el futuro y comidas
opíparas, enamorados hasta los huesos. A pesar del amor, el hambre no tardó en
llegar, Mary no podía darle pecho a la pequeña Carlota (era un nombre superlativo,
decía Absalón con orgullo) así que debían alimentarla con leche de vaca. Con una
botella de cuatro centavos, le preparaban un biberón con panela y con el resto
la bañaban, como si fuera hija de Juno y no una niña nacida en medio de la pobreza y el amor sin condiciones.