Ya habían matado a Camilo, su mejor amigo, y él
era el siguiente en la lista. Decidido a defender lo suyo, sacó, como pudo a su
mujer y a los niños, los vio alejarse asustados, entre la maleza y se encerró en
la casa. Pasó la noche acurrucado en un rincón del rudimentario baño con su
escopeta de fisto lista para disparar. - Me llevo al menos a uno- pensó.
Treinta años después, su nombre envejecido reposa entre una montaña papeles del
inoperante sistema, a la espera de una tierra en ruinas que clama esa tan
mentada justicia.
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