Él dice que no tiene de eso, pero hace unas semanas, una angina de pecho le hizo un atentado al corazón de mi hermoso padre, sí, hermoso y mucho. Mi primer recuerdo consciente de su atractivo, se remonta a mis ocho años de edad. En la cuadra estrecha del Barrio Roma, durante la madrugada, atraparon a un ladrón, lo habían golpeado, desnudado y lo tenían atado al poste de la esquina de la casa. Mi papá, debía irse a trabajar. Se preparó como siempre, en un ritual de acicalamiento minucioso que aun conserva. Lo vi salir con su bello vestido raya de tiza de color negro, su camisa blanca y su corbata vinotinto. Caminó erguido, altivo, mentón arriba (como dicen que ando yo). Atravesó la cuadra entre la multitud curiosa de vecinos en pijama y niños asustados, miró al ladrón indefenso a los ojos y desapareció. Recuerdo que me pareció ver al hombre más hermoso del mundo. Por eso, cuando llegué a la sala de observación donde lo tenían canalizado, pregunté a todo grito, ante la cara de sorpresa de enfermeras y pacientes: ¿Dónde está el hombre más hermoso de este hospital?
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